sábado, 25 de octubre de 2014

Vendiendo peras.



Vendiendo peras. 

Tenía un viajillo de peras que vender y le dije a Eusebio, mi vecino, ¿cómo andas de tarea?
-Ajogao, como siempre, ¿por qué lo preguntas?
-Que mañana tenías que llevarme un viajillo de peras con el coche a un pueblo cerquita. Tu sueltas las peras y te vienes.
-¿Tengo que recogerte luego?
-Que va, eso lo espabilo yo en un rato, luego cojo el tren hasta Villanueva y después como es sábado poniendo la mano hasta casa.
-Qué bien lo habéis aprendido los de la Iglesia a poner la mano.
-Gracias.
No diré el pueblo. El mercado había terminado y me quedaban dos cajas de peras por vender. Lo pensé rápido. Al asilo de ancianos, le regalo una caja si me compran la otra.
Pedí un carrillo de mano a un amigo y llegué al asilo. Había un jaleo gordo, gordo, yo lo reconocí, era la hora de la merienda. La joímos, hoy se me escapa el tren. La puerta daba a un patio grande y estaba abierta de par en par, iba un bando de viejos y menos viejos desfilando al comedor. Una monja con un varejón de azuche que la sobresalía dos cuartas por encima de la cabeza.
Mal golpe hemos dao, pensé a mala hora vengo.
-Hermanita, si me compras una caja de peras os regalo la otra, además me harías un favor, es que se me escapa el tren. Anda hermanita, quédate con las peras, son buenísimas. A pesar de mis buenas palabras, hermanita, hermanita, el tiro me salió por la culata.
La monja apretó el paso detrás de la recua que llevaba por delante. La hermanita me miró como un toro bravo. Se me cuajó la sangre. Yo entonces no sabía qué era la tensión, pro se tuvo que quedar a cero.
-¡Lo que faltaba, ahora viene este hombre con peras!¡Con las peras que nos ha regalado don no sé quién, que tiene una finca grande y mejores peras que las suyas!
Era lo que iba relateando, todo esto sin haber visto mis peras. Yo me hice el distraído para que se explayara a su aire, así pensaría, este tío se ha caído de un nido o lo falta poco.
Cuando se hubo desahogado, me dirigí a ella, todavía con cierta educación y respeto: Señorita, yo la he escuchado, ahora escúcheme unas palabras, por favor, sepa, que aunque me vea por la calle vendiendo peras con un carrillo de mano, llevo asistiendo a reuniones de la biblia en mi pueblo todas las semanas desde hace muchos años, y aunque me falta mucho por aprender de la Palabra de Dios, veo que usted está todavía más atrasada que yo. Más que una monja con ese varejón en la mano parece una guarda guarros.
Con lo guapa que es podía dar categoría a Dios, a la Iglesia y a ti misma.
A María en ningún cuadro la he visto con un varejón en la  mano, sí la he visto con el corazón en la mano, sonriendo a los que pasan a su lado. Sonríe a los que pasen a tu lado para que los hombres te podamos echar un piropo.
  Cuando hice el cursillo de cristiandad nos decía el padre espiritual del cursillo, vamos a piropear a la Virgen y María se alegrará de que sus hijos la quieran.
Y sepas que las peras que os ha regalado ese señor os ha dado algo de lo que le sobra y que yo os daba parte de mi sudor, de mi trabajo, de mi sangre.
-Perdóneme, el no haberme comportado bien.
-No te preocupes, estás perdonada. Es una de las cosas que he aprendido en esas reuniones, y sepas que todos hemos tenido en esa vida la necesidad de que alguien nos haya parado los pies y nos haya hecho ver que el orgullo y la torpeza se dan la mano.
Según la leyenda, un príncipe con unos doce años paseaba a caballo por las afueras de la ciudad y encuentra a un ermitaño sentado en el suelo con una calavera en las manos.
-¿Qué hace usted con esos huesos en la mano?
-Estoy estudiando esta calavera y no soy capaz de averiguar si era de un príncipe o de un mendigo.
Antes de haberme alejado veinte pasos del asilo empecé a dar voces: ¡hoy las peras regaladas!
Una señora me dice, mire, mi vecina no está.
-No se preocupe, dos kilos de peras para su vecina.
Las espabilé en un rato, pero el tren se me escapó. Me vine al pueblo haciendo autostop y cuando ya iba subiendo la barrera del viso me montaron en un cacharro tan viejo que cuando llegué a casa iba más tiznao que el fogonero del tren.
Para que te digan guapa
ponte una flor en el pelo
que para subir al cielo
hay que ir con alegría
ayudando a los que sufren
con cariño y simpatía

Vendiendo picón en Madrigalejo



Vendiendo picón en Madrigalejo

A principios del regadío tuve una plantación de frutales a dos kilómetros de Vegas Altas y a cinco de Madrigalejo. Con la leña de la poda de los perales hacía picón y lo vendía en Madrigalejo. Yo sabía muy de sobra, muy de sobra que el picón de perales ardía muy bien, pero era algo flojillo. Y como los que vamos a la Iglesia no podemos robar, mejor dicho, no debemos robar, daba el picón a la mitad de precio que si fuera de encina, y así no cogerme los dedos y dormir con la conciencia tranquila, que no es poco.
Esto es una de las cosas buenas que aprendemos en la Iglesia, de las muchas buenas, quiero decir. Como pedir perdón si nos equivocamos, o saber perdonar si nos ofenden, así dar buen ejemplo. ¡Es que si no perdonamos mentiríamos al rezar el padrenuestro y eso sería un ejemplo algo flojillo, tan flojillo, tan flojillo como el picón que yo vendía en Madrigalejo!
Una mañana me lavaba en el agua de la cuneta después de vender el viaje de picón que había llevado, Jorge Ruiz el de Victoria Jiménez, que venía también de Madrigalejo de algún asunto, sonriendo me dijo: ¿qué haces Rafa?
-Pues mira, que he estado vendiendo picón en este pueblo y me estoy quitando un poco lo más gordo en este charco.
-Pues cómo estarías antes de quitarte lo más gordo como tú dices, porque todavía tienes unos jerrones que si te he conocido ha sido por el carro.
-Es que yo no sabía, Jorge, que este oficio era tan negro.
-Este oficio es negro, negro. Negro se ponían los piconeros haciendo el picón, se veían negros para venderlo y más negro para jartar de morcilla a su familia.
-¿Sabes lo que he pensao Jorge?
-Tú dirás Rafa.
-Por lo que estos pobres llevan afanao voy a proponer en el Ayuntamiento que les pongan el nombre de una calle: Calle de los Piconeros.
-Cuenta conmigo para apoyarte, se lo tienen bien merecido.
-Hombre, dímelo tú a mí Jorge, que yo sé lo que es andar calle arriba, calle abajo: “¿quiere usted picón? ¿Quiere usted picooón? Y algunos muchachos son tan joíos de que te ven tiznaos que te sacan hasta la lengua.

A los pocos días después de esta conversación con mi amigo Jorge, llega nuestro amigo Martín García dice: “Rafa prepárate para un cursillo en Plasencia para unos días.
-Mira Martín, que la cosa está negra, negra. Pregúntaselo a Jorge y verás. Sepas que los labradores llevamos varios años que  no cogemos ni la simiente por exceso de agua.
Y además, al cruzar por “El Salto el Gitano” camino de Plasencia algún día se me sale el estómago por la boca.
-Te comprendo Rafa, pero luego los curas me preguntan por ti. Son todos buena gente.
-Hombre “cerca de Dios” tú me dirás.
En fin, rematé como siempre, diciendo que sí.
Durante el cursillo, un cura algo extravagante hacíamos buenas ligas, me dijo que un día puso un cartel en la puerta de la Iglesia: “Si has robado no entres”
-Y si yo voy a tu pueblo señor cura, ¡podré entrar en la Iglesia?
-Si has robado no.
Yo ya le había contado el asunto de la venta del picón en Madrigalejo.
-Yo creo, -me contestó el cura- que robar lo que se dice robar no has robado nada, en todo caso se podría decir que has metido gato por liebre, porque tú lo vendías según tu juicio a su justo precio.
-Sí, pero mentía cuando decía que el picón era de encina y en cada saco metía algunas hojas de chaparreras chasmuscadas para dar el pego, haciendo creer a las  mujeres que era leña de chaparro.
-Bueno, tampoco lo considero pecado Rafa, eso es de alguna forma habilidad para vender picón, porque no te lo ibas a comer.
-Entonces señor cura, ¿tú crees que yo iré de cabeza al infierno por unas cuantas hojas de chaparrera chamuscadas?
-Tú por eso Rafa no vas al infierno de cabeza, ni de pata. ¿Quién te ha metido ese miedo en el cuerpo?
-Bueno que no voy al infierno de patas señor Cura, eso lo tengo yo muy seguro.
-Y si estás tan seguro Rafa de que no vas de patas al infierno por qué me lo preguntas.
-Es que mis pies no caben por todos los sitios.

Basiliso el ciego



Basiliso el ciego

Basiliso Sanz, conocido como Basiliso El Ciego hijo de Julio Sanz, hermano de mi abuelo Alfonso.
Quedó ciego a causa de la viruela cuando era pequeño. Se crió en una casa con cuatro hermanos y dos hermanas, que tuvieron que trabajar duro como casi toda la gente en aquellos tiempos.



Basiliso aprendió a tocar el acordeón-piano de oído. Tocaba en bailes y serenatas de bodas. Yo siempre le conocí de sacristán. Ayudaba al cura en todo lo que podía. Subía a la torre corriendo delante de los muchachos sin dar un tropezón. A mí me gustaba subir a la torre para oírle repicar las campanas. Era una maravilla. Qué pena no haber podido grabar aquellas demostraciones de arte de un hombre ciego. La gente se quedaba embelesada escuchando



Todavía los mayores lo recordamos. Además tenía el instinto de un lince. Una mañana pasaba por mi puerta, yo le estuve observando y justo a la altura de mi casa Basiliso pronuncio el nombre de mi madre. Ella lo oyó y enseguida salió a saludarle como primo hermano que era.
Este hombre, que yo sepa no hizo mal a nadie. Él vivía en la calle Buenavista, qué ironía,  iba todas las mañanas a tocar a misa, la misa de alba. Además saboreaba aquel repicoteo de campanas que formaban parte de su vida, pero con tan mala suerte que una mañana a la hora de misa las campanas no se oían.



¡Algo le ha pasado a Basiliso! Comentaba la gente. ¿Se habrá muerto? Se preguntaban. Aquel silencio de las campanas a la hora de misa daba que pensar. Sin embargo... a Basiliso el ciego le habían tendido una trampa traicionera y dolorosa.
La anterior había sido una “noche de quintos”, los mocillos que fueron sorteados hicieron una “hombrada” para cuando fuesen al ejército poder ir contando alguna “hazaña”.
Armados con picos y marras derribaron aquella tenebrosa noche el  pequeño puente que había junto al Matadero que era el paso diario de Basiliso para cruzar el arroyo y que conocía de memoria como recorrido habitual.

Este pobre hombre aquella mañana no pudo llegar a la Iglesia. Pisó en vacío y fue a dar con la cabeza al otro lado del puente derrumbado y allí lo recogieron los que pasaban de madrugada. Estaba desangrándose y sin dar señales de vida con la cara y la cabeza hechas polvo. Le costó mucho tiempo estar sufriendo el dolor por culpa de un capricho “heroico” de unos jóvenes que pronto, muy ufanos,  mandarían una foto vestidos de soldados.
-Mi hijo. Qué guapo. –Dirá su madre.



Qué a gusto se habrán quedado al enterarse de la “hazaña” que habían hecho.
Seguro que no pensaron el daño que aquello podía ocasionar. Todos hemos sido jóvenes y yo me pregunto después del tiempo correr: ¿Les hemos comunicado a nuestros hijos nuestros errores para que ellos no cometan los mismos?
Qué bien se podría vivir si cuando somos mayores reconocemos nuestros errores para educar a nuestros hijos a que no destruyan, sino para que despejen los caminos de la vida adornándoles con flores si es preciso y sobre todo, sobre todo, si son ancianos o algún ciego quien vaya a pasar por aquel lugar.



Basiliso afortunadamente se recuperó y volvió a hablarle a  todo el pueblo con tañer de las campanas.