Esto que os cuento
Esto que os cuento
ocurrió en Orellana la Vieja en el año 1932, yo tenía nueve años, hoy estamos
en dos mil doce y tengo ochenta y nueve. Fue una realidad, jugábamos los
muchachos en la plaza cuando una familia pobre llegaba y se repartieron los
cuatro hijos y los padres por las calles. Lo recuerdo como si hubiese sido ayer
mañana. Salieron cada uno por su calle pidiendo limosna y en la plaza de san
Sebastián se volvieron a juntar.
El más pequeño con
unos seis años le tocó por la calle Iglesia. Yo me fui a casa cuando al poco
rato oímos llorar a un niño amargamente. La genta salía a la calle a ver qué
pasaba. El niño más pequeño de aquella familia con la bolsa vacía y la boca
abrasada llorando aturdido sin saber dónde estaba. Las mujeres le untaban los
labios con aceite porque los labios los tenía en carne viva. Daba pena ver
aquella criatura. La gente investigando qué es lo que podía haber pasado.
Unos niños
descubrieron al autor del daño tan estremecedor. Un niño con unos once años que
ya no era tan niño, pero la persona dañina nace haciendo daño y muere con el
mismo oficio.
En aquella época en
las tiendas se ponían en la puerta de entrada cajas con patatas, arroz, azúcar
y sosa. El muchacho de los once años a sabiendas de lo que hacía cogió una
cucharada con sosa y se la dio al pobre niño diciéndole que era azúcar. El
pobre infeliz con la ignorancia y el hambre se lo metió en la boca y por pronto
que quiso echarlo fuera se le abrasaron los labios y la boca.
Daba pena ver una
criatura tan tierna empezando a vivir abrasado, aturdido y sin saber donde
estaba. El sádico que causó el daño a aquella criatura se escondió donde nadie
le viera haciéndose reo del delito.
Aquel pobre niño no
sabía por dónde tirar para juntarse con sus padres.
Mi madre me dijo:
anda tu hijo mío, coge a este niño de la mano y llévalo a la plaza del Santo a
que se reúna con sus padres que está perdido el pobrecillo.
Obedecí a mi madre
con una pena enorme porque yo también era un crio. Salí calle arriba con el
crio de la mano. La manita le temblaba y le ardía como si tuviese fiebre. Nos
miraba toda la gente. Las mujeres salían al oírle llorar con aquella pena tan
grande. La gente nos daban mendrugos de pan, higos, almendras y alguna botella
con aceite. Quien no me conociera pensaría que yo también era un pordiosero.
Los vecinos de unos en otros sabían lo que había pasado.
Lo triste fue cuando
esos padres vieron a su hijo con los labios abrasados. Se pusieron como locos.
¡Pero qué te ha pasado hijo mío! ¿Y tú quién eres chaval?
Yo iba con dos
bolsas en la mano porque la gente se compadecía de aquella criatura y todos nos
daban algo de comer.
Yo les dije que mi
madre me había mandado a ayudar a su pequeño porque él no sabía ni donde estaba
ni qué podía haberle pasado. En el camino nos han colmado de cosas al ver su
pequeño desamparado y sufriendo.
-Muchas gracias
muchacho.
-Yo lo he hecho con
mucha voluntad.
-Nos llevamos un
recuerdo de este pueblo jovencito, que Dios te pague lo que has hecho con
nuestro hijo, somos pobres y no tenemos nada.
-No tenéis que
darme nada. Vuestro hijo ha venido llorando la calle arriba y yo me voy
llorando la calle abajo pensando en lo que le queda que padecer.
-Déjame que te dé
un beso, y si algún se descubre al autor del crimen decidle de nuestra parte
que “muchas gracias”.
En el año cuarenta
conocido como el año del hambre estaba arando con la yunta de mulas y a la hora
de la merienda alguien se me acerca para que le diera algo de comer. Le di de
comer, estaba hambriento.
Éste, era aquel que
había armado la fechoría al niño pordiosero. Le reconocí al momento. Pensé por
un momento habérselo recordado y decirle, ¿te gustaría que ahora diese una
cucharada de sosa en vez un trozo de pan?
Pero no hay mejor
satisfacción que la que no se da según tengo entendido.
Bastante desgracia
tiene todo aquel al que le domine la malicia y la envidia y no sea capaz de
reconocerlo.
Mientras más años
pasan más voy valorando lo que hice aquella mañana por aquella criatura.
Para mí entonces
fue un sacrificio grande, por mi corta edad, pero hoy valoro lo que hice aquel día como el mejor
oficio de mi vida: pedir limosna por la calle como un pordiosero ayudando a
quien tanto lo necesitaba.
Aquella manita tan
tierna temblando y ardiendo de fiebre. Aquellos ojos mirándome llenos de
agradecimiento, esos labios en carne viva, casi sangrando. Lo tengo
profundamente grabado en mi alma para toda la vida.
Diciembre de 2012.
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