jueves, 31 de marzo de 2016

Esto que os cuento



Esto que os cuento
Esto que os cuento ocurrió en Orellana la Vieja en el año 1932, yo tenía nueve años, hoy estamos en dos mil doce y tengo ochenta y nueve. Fue una realidad, jugábamos los muchachos en la plaza cuando una familia pobre llegaba y se repartieron los cuatro hijos y los padres por las calles. Lo recuerdo como si hubiese sido ayer mañana. Salieron cada uno por su calle pidiendo limosna y en la plaza de san Sebastián se volvieron a juntar.

El más pequeño con unos seis años le tocó por la calle Iglesia. Yo me fui a casa cuando al poco rato oímos llorar a un niño amargamente. La genta salía a la calle a ver qué pasaba. El niño más pequeño de aquella familia con la bolsa vacía y la boca abrasada llorando aturdido sin saber dónde estaba. Las mujeres le untaban los labios con aceite porque los labios los tenía en carne viva. Daba pena ver aquella criatura. La gente investigando qué es lo que podía haber pasado.
Unos niños descubrieron al autor del daño tan estremecedor. Un niño con unos once años que ya no era tan niño, pero la persona dañina nace haciendo daño y muere con el mismo oficio.
En aquella época en las tiendas se ponían en la puerta de entrada cajas con patatas, arroz, azúcar y sosa. El muchacho de los once años a sabiendas de lo que hacía cogió una cucharada con sosa y se la dio al pobre niño diciéndole que era azúcar. El pobre infeliz con la ignorancia y el hambre se lo metió en la boca y por pronto que quiso echarlo fuera se le abrasaron los labios y la boca.
Daba pena ver una criatura tan tierna empezando a vivir abrasado, aturdido y sin saber donde estaba. El sádico que causó el daño a aquella criatura se escondió donde nadie le viera haciéndose reo del delito.
Aquel pobre niño no sabía por dónde tirar para juntarse con sus padres.
Mi madre me dijo: anda tu hijo mío, coge a este niño de la mano y llévalo a la plaza del Santo a que se reúna con sus padres que está perdido el pobrecillo.
Obedecí a mi madre con una pena enorme porque yo también era un crio. Salí calle arriba con el crio de la mano. La manita le temblaba y le ardía como si tuviese fiebre. Nos miraba toda la gente. Las mujeres salían al oírle llorar con aquella pena tan grande. La gente nos daban mendrugos de pan, higos, almendras y alguna botella con aceite. Quien no me conociera pensaría que yo también era un pordiosero. Los vecinos de unos en otros sabían lo que había pasado.

Lo triste fue cuando esos padres vieron a su hijo con los labios abrasados. Se pusieron como locos. ¡Pero qué te ha pasado hijo mío! ¿Y tú quién eres chaval?
Yo iba con dos bolsas en la mano porque la gente se compadecía de aquella criatura y todos nos daban algo de comer.
Yo les dije que mi madre me había mandado a ayudar a su pequeño porque él no sabía ni donde estaba ni qué podía haberle pasado. En el camino nos han colmado de cosas al ver su pequeño desamparado y sufriendo.
-Muchas gracias muchacho.
-Yo lo he hecho con mucha voluntad.
-Nos llevamos un recuerdo de este pueblo jovencito, que Dios te pague lo que has hecho con nuestro hijo, somos pobres y no tenemos nada.
-No tenéis que darme nada. Vuestro hijo ha venido llorando la calle arriba y yo me voy llorando la calle abajo pensando en lo que le queda que padecer.
-Déjame que te dé un beso, y si algún se descubre al autor del crimen decidle de nuestra parte que “muchas gracias”.
En el año cuarenta conocido como el año del hambre estaba arando con la yunta de mulas y a la hora de la merienda alguien se me acerca para que le diera algo de comer. Le di de comer, estaba hambriento.
Éste, era aquel que había armado la fechoría al niño pordiosero. Le reconocí al momento. Pensé por un momento habérselo recordado y decirle, ¿te gustaría que ahora diese una cucharada de sosa en vez un trozo de pan?
Pero no hay mejor satisfacción que la que no se da según tengo entendido.
Bastante desgracia tiene todo aquel al que le domine la malicia y la envidia y no sea capaz de reconocerlo.
Mientras más años pasan más voy valorando lo que hice aquella mañana por aquella criatura.
Para mí entonces fue un sacrificio grande, por mi corta edad, pero hoy  valoro lo que hice aquel día como el mejor oficio de mi vida: pedir limosna por la calle como un pordiosero ayudando a quien tanto lo necesitaba.
Aquella manita tan tierna temblando y ardiendo de fiebre. Aquellos ojos mirándome llenos de agradecimiento, esos labios en carne viva, casi sangrando. Lo tengo profundamente grabado en mi alma para toda la vida.

Diciembre de 2012.

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