Basiliso el ciego
Basiliso Sanz, conocido como Basiliso El Ciego hijo de
Julio Sanz, hermano de mi abuelo Alfonso.
Quedó ciego a causa de la viruela cuando era pequeño. Se
crió en una casa con cuatro hermanos y dos hermanas, que tuvieron que trabajar
duro como casi toda la gente en aquellos tiempos.
Basiliso aprendió a tocar el acordeón-piano de oído.
Tocaba en bailes y serenatas de bodas. Yo siempre le conocí de sacristán.
Ayudaba al cura en todo lo que podía. Subía a la torre corriendo delante de los
muchachos sin dar un tropezón. A mí me gustaba subir a la torre para oírle
repicar las campanas. Era una maravilla. Qué pena no haber podido grabar
aquellas demostraciones de arte de un hombre ciego. La gente se quedaba
embelesada escuchando.
Todavía los mayores lo recordamos. Además tenía el
instinto de un lince. Una mañana pasaba por mi puerta, yo le estuve observando
y justo a la altura de mi casa Basiliso pronuncio el nombre de mi madre. Ella
lo oyó y enseguida salió a saludarle como primo hermano que era.
Este hombre, que yo sepa no hizo mal a nadie. Él vivía en
la calle Buenavista, qué ironía, iba
todas las mañanas a tocar a misa, la misa de alba. Además saboreaba aquel
repicoteo de campanas que formaban parte de su vida, pero con tan mala suerte
que una mañana a la hora de misa las campanas no se oían.
¡Algo le ha pasado a Basiliso! Comentaba la gente. ¿Se
habrá muerto? Se preguntaban. Aquel silencio de las campanas a la hora de misa
daba que pensar. Sin embargo... a Basiliso el ciego le habían tendido una
trampa traicionera y dolorosa.
La anterior había sido una “noche de quintos”, los
mocillos que fueron sorteados hicieron una “hombrada” para cuando fuesen al
ejército poder ir contando alguna “hazaña”.
Armados con picos y marras derribaron aquella tenebrosa
noche el pequeño puente que había junto
al Matadero que era el paso diario de Basiliso para cruzar el arroyo y que
conocía de memoria como recorrido habitual.
Este pobre hombre aquella mañana no pudo llegar a la
Iglesia. Pisó en vacío y fue a dar con la cabeza al otro lado del puente
derrumbado y allí lo recogieron los que pasaban de madrugada. Estaba
desangrándose y sin dar señales de vida con la cara y la cabeza hechas polvo.
Le costó mucho tiempo estar sufriendo el dolor por culpa de un capricho
“heroico” de unos jóvenes que pronto, muy ufanos, mandarían una foto vestidos de soldados.
-Mi hijo. Qué guapo. –Dirá su madre.
Qué a gusto se habrán quedado al enterarse de la “hazaña”
que habían hecho.
Seguro que no pensaron el daño que aquello podía
ocasionar. Todos hemos sido jóvenes y yo me pregunto después del tiempo correr:
¿Les hemos comunicado a nuestros hijos nuestros errores para que ellos no
cometan los mismos?
Qué bien se podría vivir si cuando somos mayores reconocemos
nuestros errores para educar a nuestros hijos a que no destruyan, sino para que
despejen los caminos de la vida adornándoles con flores si es preciso y sobre
todo, sobre todo, si son ancianos o algún ciego quien vaya a pasar por aquel
lugar.
Basiliso afortunadamente se recuperó y volvió a hablarle
a todo el pueblo con tañer de las
campanas.